domingo, 19 de julio de 2009

Los Duques de Montpensier y Sevilla (2)

Los Duques en Sevilla.



Primera etapa (1848-1868).

Es el momento de resaltar aquellos puntos que hicieron importantes a los Duques para Sevilla, aunque a primera vista podríamos pensar que son demasiado jóvenes, e inexpertos por tanto, y que llegan desarraigados, víctimas de un doble rechazo. El duque, Antonio de Orleáns, el rechazo de sus compatriotas, los revolucionarios que los han expulsado de Francia, y la duquesa, Luisa Fernanda, el rechazo del gobierno que les ha obligado a vivir lejos de la corte. La verdad es que no tienen nada que ver con Andalucía, salvo el interés romántico que pudiera tener para ellos esta tierra.

No llegan, pues, con el viento a su favor, hay que darse cuenta. Pero, y ése es su mérito, son capaces de adaptarse y lograr el arraigo para convertirse en unos andaluces más de su época, y que, además, dejarán un sello y un recuerdo indeleble no sólo en la ciudad de Sevilla sino en toda la Baja Andalucía.

Para mí hay varios factores fundamentales que explican este hecho. Uno es precisamente su juventud, que, si podía ser un inconveniente, también es la garantía para adaptarse a sus nuevas circunstancias, sin prejuicios y clichés que la edad acumula. Es una realidad que se integraron en la ciudad rápidamente. En su gente, en su cultura, en su vida cotidiana, en sus fiestas y, como vemos en la documentación del Archivo, en el cariño sincero de sus habitantes, junto con la lógica adulación servil e interesada, que también tuvieron, pero que no puede ocultar aquélla.

Otro factor es muy prosaico pero muy real y muy importante. Traen mucho dinero. Es fácil de entender. Ya sabemos que ella es la Princesa de Asturias y tiene una asignación propia procedente de las cuentas del Estado, hoy diríamos de los Presupuestos Generales. Sin embargo hay que recordar que en la década de los 40, la Hacienda española estaba en condiciones muy precarias. Para las dos hermanas, la reina Isabel II y Luisa Fernanda, no había problemas. Vivían en Palacio y tenían todo lo que querían. Pero en 1846 se casan y ya es distinto. Son bodas de Estado, en las que había que firmar unas capitulaciones, establecer una dote, cuantificar la asignación presupuestaria para cada hermana o para cada Casa (la de la Reina y la de la Princesa de Asturias), repartir la herencia del padre, Fernando VII, con la madre, Mª Cristina, etc. De momento sigue sin haber problemas, aunque la Hacienda española se las ve y se las desea para poder pagar lo que se va acumulando, pero nadie parece tener prisa. A la Reina no le puede faltar nada, es evidente, y la hermana, Luisa Fernanda, se ha casado con alguien que tampoco necesita el dinero. Antonio de Orleáns es hijo del rey de Francia, nada más y nada menos, y a su vez tiene ya la parte de las propiedades que le corresponden de sus padres. No tiene prisas porque comparado con lo que posee en su país, a donde se han marchado, lo que pueda venir de la empobrecida y atrasada España puede parecer de poca importancia.

Pero en 1848 las cosas cambian y de qué manera. Expulsados de Francia, se encuentran sin nada y ahora todo serán urgencias. Inmediatamente el personal al servicio de los Duques reclaman hasta el último real adeudado (y acumulado por la falta de liquidez de la Hacienda española) a la Duquesa y Princesa de Asturias, que es una auténtica fortuna, y además exigen la “mesada”, como se le llama, en la correspondencia interna del Archivo, a la asignación presupuestaria mensual correspondiente a la Casa de la Infanta, que, como se puede imaginar, no era una modesta cantidad. A esto había que añadir todo el personal a su servicio que era costeado por el Estado: gentiles-hombres y gentiles-damas de cámara, alcaides de palacio, intendentes, fuerzas de seguridad, etc.

Todo esto es lo que va a llegar a Sevilla, además de los Duques. Por eso decir que son un revulsivo para la economía de la ciudad no es nada exagerado. Basta recordar que en veinte años, los que van de 1848, fecha de su llegada, a 1868, inicio del Sexenio Revolucionario y de su exilio posterior, construyeron o acomodaron cuatro palacios:
- Palacio de San Telmo, como residencia principal.
- Palacio de Sanlúcar de Barrameda (hoy es el actual Ayuntamiento de la ciudad), como residencia veraniega.
- Palacio de Castilleja de la Cuesta, como residencia en las afueras de la ciudad, para la primavera.
- Palacio de Villamanrique, como residencia para la práctica cinegética, a la que tan aficionado era el Duque, al lado del Coto de Doñana, y, a la vez, al lado del Rocío, que también debía de importarle.

No es difícil imaginar el volumen de negocio que todas estas construcciones o reformas generan y la cantidad de puestos de trabajo, directos o indirectos, que se crean. Luego vendrá el capítulo del servicio que tiene que atender de forma permanente dichos palacios. 0tro capítulo, no menos importante, es el mantenimiento de los mismos, con todos los accesorios que una familia de este nivel social necesita. Sólo un detalle para comprender cómo se movía el dinero: el alquiler de casas y habitaciones en el pueblo para el personal que acompañaba a los duques en las temporadas correspondientes, casi siempre, o, mejor dicho, siempre, pagado por los propios Duques, era una fuente de ingreso extra y muy interesante para esas localidades. Así otras muchas cosas.

En resumen, cuatro palacios en veinte años. Es fácil entender lo que esto, en aquellos momentos, significó para Sevilla y la Andalucía occidental.

Pero esto, siendo importante, no es suficiente para entender el significado de los Duques para la ciudad y su entorno. Si sólo fuera emplear el dinero en gastos suntuarios, podía ser una forma como otra cualquiera de malgastarlo. Ellos traen una mentalidad burguesa, adquirida en la Francia de Luis Felipe de Orleáns, y supieron emplearlo también de una forma productiva. Aprovechan la coyuntura de la desamortización de los bienes eclesiásticos, para comprar tierras, ponerlas en explotación con nuevos métodos agrícolas y venderlas, o no, cuando lo consideraban oportuno. “Gambogaz”, “Majaloba”, la “Huerta del Vado”, los “Cerros de Quintos”, “Gatos”, “Torrebreva” y otras muchas más, son fincas que pasaron por sus manos en distintos momentos. Así, es muy significativo de esta mentalidad innovadora y productiva el uso de la máquina de vapor para el riego en sus fincas, como en la “Huerta del Vado”, donde, desgraciadamente en 1851, una explosión de la caldera provocó un grave accidente, con varias víctimas. O la extracción de barro en los “Cerros de Quintos” como materia prima para fabricar ladrillos refractarios. Igualmente demostrativo de esta nueva mentalidad es el nombre o mote que se le aplicaba al Duque en Sevilla: el “duque naranjero” o “monsieur combien” (“señor cuanto”). Además no podemos olvidar su patrocinio de la Exposición Sevillana, celebrada en 1858, para premiar y fomentar las actividades económicas de la ciudad, y tampoco su participación en muchas otras actividades de la ciudad en las que colaboraron generosamente tanto el Duque como la Duquesa.


Segunda etapa (1868-1897).

Sin embargo, a partir de 1868 va a cambiar la coyuntura histórica y en los nuevos tiempos que se avecinan la situación va a ser muy diferente. Es otra etapa de nuestra historia, Sexenio Revolucionario y Restauración, tanto para España como para Sevilla e, igualmente, para los Duques. El periodo histórico es bien conocido, pero lo es menos las vicisitudes de la familia de los Duques, aunque algunos aspectos hayan quedado recogidos incluso hasta en coplas.

A la coyuntura de 1868 D. Antonio de Orleáns llega como un triunfador. Un hombre que ha conseguido de la nada (aunque esa “nada” ya sabemos que era muy relativa) construir una de las mayores fortunas de Andalucía y de España, sin necesidad, además, de entrar en negocios de dudosa legalidad, como otros miembros de la familia real. Su prestigio estaba en la cúspide, todo lo contrario de los escándalos de su cuñada, la reina Isabel II. La “corte chica” de Sevilla era el polo opuesto de la “corte grande” de Madrid. Ha conseguido, además, recuperar su patrimonio francés, confiscado en 1848, y, por si fuera poco, ha recibido una herencia inesperada en Italia. Es el Ducado de Galliera en Bolonia. Todo le sonríe, pero fracasa como político y no puede alcanzar su ansiada meta de ser coronado rey de España y hasta debe exiliarse al no aceptar al rey elegido por las Cortes: Amadeo de Saboya.

Con la Restauración le queda una última baza por jugar: ver a su hija Mª de las Mercedes como reina de España, por su matrimonio con su primo el rey Alfonso XII. Lo consiguió, es verdad, pero sólo por unos meses. La muerte de la reina, con sólo dieciocho años (1878), a los pocos meses de la boda, fue un golpe durísimo. Y aún más si recordamos que poco tiempo después Cristina, otra de sus hijas, con poco más de veinte años, también falleció. Es la vida, pero de los nueve hijos del matrimonio solo les sobrevivieron dos: Isabel, la mayor, y Antonio, el menor de los hijos.

Para concluir, todo esto tiene una consecuencia y es, simplemente, que, desde 1868, la vida de los Duques deja de tener como centro exclusivo a Sevilla. No sería extraño que, por la cantidad de recuerdos de siete hijos fallecidos, no pudieran soportar mucho tiempo en ella. Pero, también es cierto que, teniendo propiedades repartidas por toda Europa, las posibilidades que se les brindaban de disfrutar de esos lugares fueran muy atrayentes. Ahora su tiempo se va a repartir entre París, Bolonia y Sevilla y continuos viajes por toda Europa. Esa presencia permanente del matrimonio en nuestra ciudad desaparece, ahora es más discontinua, aunque siga siendo muy efectiva, pero, también hay que reconocer, que ya Sevilla no los necesita como antes. La vida industrial y comercial de la ciudad, más o menos desarrollada, no depende tanto de la presencia de los Duques, como en la etapa anterior.


Nota a la ilustración:
He buscado otro escudo de Sevilla de un documento oficial del Ayuntamiento, que trata, como se puede leer, del tema del reciente alumbramiento de la segunda hija de la Infanta Luisa Fernanda, Mª Amelia.
En este caso no hay duda sobre la autoría. Leemos, debajo del escudo, “Peleguer M 1850”. Es el hijo de un famoso impresor y grabador valenciano de finales del siglo XVIII y principios del XIX, llamado Manuel Peleguer y Tossar. Su hijo, del mismo nombre, se marchó a Madrid y estableció un taller litográfico. Supongo que esa “M” mayúscula de la firma se puede referir a Madrid, donde estaba el taller impresor, mas que a la inicial de Manuel.

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